REFLEXIÓN DEL EVANGELIO DEL DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO

Marcos 10, 35-45
VOSOTROS NADA DE ESO
Leer lo que Jesús recomienda a los suyos en el Evangelio y ver la vida que llevamos a la hora de la verdad parece el juego de los despropósitos. La letra nos la hemos aprendido de memoria, pero la práctica es otra cuestión bien distinta. A la hora de la verdad, después de todas las discusiones habidas y por haber, en la vida diaria nos conformamos con pensar que basta con «tener fe», entendido en cuanto aceptación puramente teórica y mental de una serie de proposiciones: existe Dios, Jesús es Dios, Dios es Uno y Trino… Muy bien: firmamos lo que haga falta (y más si, encima nos aseguran la salvación a cambio) y luego… ¡a vivir que son dos días! En cierta ocasión, con motivo de una singular petición formulada por los hijos de Zebedeo, hizo Jesús un repaso sobre la forma en que se vivía el poder y la autoridad en su tiempo y acabó con una terminante conclusión: «entre vosotros nada de eso».
Pero si bien puede que fuese aquella la única ocasión en que pronunció literalmente tales palabras, ese mismo sentimiento lo dio a entender a lo largo de toda su vida, sobre todo con su propio ejemplo. De forma que, para Jesús, «nada de eso» no sólo en lo referente a la autoridad y el poder sino en todos los órdenes de la vida. «Nada de eso» de como normalmente suele entenderse la vida.
Y es que una cosa es ser habitantes de la tierra y otra muy distinta es ser ciudadanos del Reino.
AUTORIDAD/PODER: Para los habitantes de la tierra el poder y la autoridad son dos medios para prosperar; para tener muchos servidores; para dar rienda suelta al orgullo y la presunción; para colocar -vía amiguismo y enchufismo- a parientes, amigos y a los del partido; para tener influencias, para mirar por encima del hombro al pueblo; para viajar en «mystere» y tener coche blindado; para tener cuatro chalés mejor que tres; para viajar a costa del dinero de los contribuyentes, aunque sea un viaje particular, etc.
Para los ciudadanos del Reino la autoridad es servicio y no hay otro trono posible que el de la cruz. Para los habitantes de la tierra el dinero es lo que da la felicidad o, por lo menos, ayuda a conseguirla; es el que abre puertas y tiende puentes; da categoría a los hombres, los hace importantes, distinguidos, privilegiados.
Para los ciudadanos del Reino el dinero es un bien que se utiliza pero al que no se sirve; que se comparte pero que no se acumula; que hace más responsable de las injusticias al que abundantemente lo posee, si no lo emplea en remediar las necesidades de los hermanos.
Para los habitantes de la tierra la categoría social es imprescindible; hace de los hombres «yupis»; levanta los sombreros de los vecinos, suscita las envidias de casi todos, es fundamental «ser alguien», tener un título, una posición por encima -al menos- de la media nacional; ser un «don nadie» es una de las mayores tragedias, cuando no una vergüenza familiar y social.
Para los ciudadanos del Reino no hay nadie más importante y más valioso que los pobres y los niños, los que socialmente no cuentan, los que son un número sin rostro; la categoría social es inútil porque «los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos».
Para los habitantes de la tierra hay muchos valores absolutos a los cuales se ven sometidos los hombres: la estética, el deporte, estar en forma, los objetos de consumo, el piso, el coche…
Para los ciudadanos del Reino no hay otro valor absoluto que Dios, junto con el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios; todo lo demás, absolutamente todo lo demás está al servicio del hombre, nunca al revés.
Ya lo hemos dicho: una cosa es ser habitantes de la tierra y otra muy distinta, ser ciudadano del Reino. Pero nosotros, inteligentes y hábiles que somos, hemos encontrado la forma de «nadar y guardar la ropa»: seamos habitantes de la tierra y declarémonos ciudadanos del Reino. Aunque es para preguntarse ¿a quién engañamos? Desde luego a Dios no; ya nos lo enseñaron desde bien pequeños. Entonces, ¿a nosotros mismos? Como cada hijo de vecino seguimos afanándonos por el dinero, por la vida fácil, por conquistar el poder, por tener buena fama -lo de menos es si fundada o infundada: «cobra buena fama y échate a dormir», nos asegura el refrán- y, a la hora de la verdad, en poco nos diferenciamos, los que queremos vivir como ciudadanos del Reino, del estilo propio de aquéllos a quienes San Juan llamaba hijos de la tinieblas.
Por mucho que queramos disimular, por muchas excusas y justificaciones que nos busquemos, si no vivimos como Jesús estamos reduciendo el Evangelio a pura teoría; y cuando el Evangelio se queda en teoría, se queda en nada. Y las palabras de Jesús siguen ahí, vigentes y -tristemente- todavía novedosas: «vosotros nada de eso». ¿Seguro que nosotros nada de eso? Habrá que pensar en serio y tomar más de una decisión.
L. GRACIETA
DABAR 1988, 52
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