REFLEXIÓN DEL EVANGELIO DEL DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO

Marcos (12,28b-34)
¿Qué es lo primero, lo más importante? «Qué Mandamiento es el primero de
todos». No es una pregunta teórica, o, al menos, no sólo teórica, sino práctica y
actual. Actual en el tiempo de Jesús porque habían desmenuzado la Ley en
infinidad de preceptos y muchos, sin duda, se sentían perdidos. Y actual en
nuestros días por el peligro de poner la religión sólo en ir a misa, defender la
escuela católica o atender a las normas sobre moral de nuestros obispos.
También para el creyente de hoy tiene actualidad la pregunta.
Lo primero es el amor a Dios. Un amor, claro está, que implica la fe en Dios, en
el único Dios, y que se opone o excluye a todos los ídolos. Amor y fe en Dios es
lo primero y principio de la religión tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento.
Dios hoy, para muchos, es una palabra lejana y abstracta que apenas les dice
nada. El ateísmo y la increencia, por otra parte, están en crecida. Ambas cosas
hacen que el tema de Dios sea hoy primordial. Es necesario hacer ver que la
pregunta por Dios es algo razonable y humana, y presentar al hombre de hoy,
con toda su fuerza, el Dios de Jesús.
Es imprescindible una catequesis sobre Dios, el Dios de vida y desenmascarar
a los ídolos de hoy.
Dios es lo primero y el principio. Lo primero en la fe y el principio en el amor.
Antes que el amor a Dios es el amor de Dios. Tal vez esto no le gusta al hombre
moderno que quiere ser protagonista de la historia. Pero es algo que está en la
Palabra de Dios.
Dios nos amó primero, la misma creación es fruto del amor. La iniciativa es de
Dios, y sólo el amor de Dios, que viene de Dios y se adentra en el corazón del
hombre, hace posible en nosotros el amor a Dios. La fuente y el principio no
está en el hombre. Dios se ha manifestado y ha amado primero. El amor a Dios
no es más que el retorno del amor de Dios.
No conviene, pues, engañarse en lo que es primero y esencial en la religión. Sin
esto la fe y la religión son otra cosa, algo humano, pero no divino. Se puede
renunciar a este camino de la fe, pero, no tergiversar.
Ateos como Feuerbach o Sartre han afirmado que el verdadero amor es el
humano, aquel que no necesita ninguna bendición ni consagración de parte de
la religión ni de Dios, un amor totalmente secularizado sin ninguna mediación
de lo religioso. «En cambio, el amor-ágape, carisma de los carismas (1 Cor. 13)
pertenece sólo a Dios y sólo puede descender de él sobre todas las cosas y
todos los hombres. El amor está fuera de lo humano, de lo terrestre, es
iniciativa de Dios y ha encontrado su epifanía en ese inclinarse hacia el
hombre por parte de Dios, desde la llamada de Abraham hasta el envío al
mundo de su hijo, el amado» (Pronzato).
Ese amor de Dios es un solo amor con doble dirección: hacia Dios y hacia los
hermanos. Por eso dice Jesús, y en ello el escriba (el Antiguo Testamento y, tal
vez, toda religión) está de acuerdo, que es un único mandamiento, porque se
trata de un único amor.
Por esto el amor a los hermanos no tiene sentido, para un cristiano, sin el
amor a Dios (que es amor de Dios). Ni tampoco, por otra parte, puede darse un
amor a Dios que de alguna manera no se haga extensivo a los hermanos. El
amor al hermano que tenemos ahí, es manifestativo del amor a Dios, a quien
no se ve. No existe, en la práctica, amor a Dios sin amor a los hermanos.
Lo que dice Jesús no es nuevo, puesto que en el Antiguo Testamento ya se
había dicho, y probablemente en alguna otra religión, la novedad está en la
claridad como se expresa y encarna en su persona y en la inclinación a hacerlo.
«No estás lejos del reino de Dios», le dice al escriba, cuya buena intención
destaca así Marcos.
Lo importante es esa cercanía del Reino de Dios que predica Jesús y la
invitación, al escriba y a todos nosotros, para entrar en él. La homilía, como
Palabra de Dios en la cual se inspira, no puede quedar en un discurso, sino que
tiene que hacer presente la fuerza y cercanía del reino de Dios e incitar a
entrar en su dinamismo.
MARTÍNEZ DE VADILLO
DABAR 1985, 53
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