REFLEXIÓN DEL EVANGELIO DEL DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO

Marcos 10, 2-16
«Lo que Dios ha unido».
Son cada vez más los creyentes que, de una manera o de otra, se hacen hoy la pregunta: ¿Qué actitud adoptar ante tantos hombres y mujeres, muchas veces amigos y familiares nuestros, que han roto su primera unión matrimonial y viven en la actualidad en una nueva situación considerada por la Iglesia como irregular?
No se trata de rechazar ni de discutir la doctrina de la Iglesia, sino de ver cuál ha de ser nuestra postura verdaderamente cristiana ante estas parejas unidas por un vínculo que la Iglesia no acepta. Son muchos los cristianos que, por una parte, desean defender honradamente la visión cristiana del matrimonio pero, por otra, intuyen que el evangelio les pide adoptar ante estas parejas una actitud que no se puede reducir a una condena fácil.
Antes que nada, tal vez hemos de entender con más serenidad la posición de la Iglesia ante el divorcio y ver con claridad que la defensa de la doctrina eclesiástica sobre el matrimonio no ha de impedir nunca una postura de comprensión, acogida y ayuda.
Cuando la Iglesia defiende la indisolubilidad del matrimonio y prohíbe el divorcio, fundamentalmente quiere decir que, aunque unos esposos hayan encontrado en una segunda unión un amor estable, fiel y fecundo, este nuevo amor no puede ser aceptado en la comunidad cristiana como signo y sacramento del amor indefectible de Cristo a los hombres.
Pero esto no significa que necesariamente hayamos de considerar como negativo todo lo que los divorciados viven en esa unión no sacramental, sin que podamos encontrar nada positivo o evangélico en sus vidas.
Los cristianos no podemos rechazar ni marginar a esas parejas, víctimas muchas veces de situaciones enormemente dolorosas, que están sufriendo o han sufrido una de las experiencias más amargas que pueden darse: la destrucción de un amor que realmente existió.
¿Quiénes somos nosotros para considerarlos indignos de nuestra acogida y nuestra comprensión? ¿Podemos adoptar una postura de rechazo sobre todo hacia aquellos que, después de una trayectoria difícil y compleja, se encuentran hoy en una situación de la que difícilmente pueden salir sin grave daño para otra persona y para unos hijos?
Las palabras de Jesús: «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» nos invitan a defender sin ambigüedad la exigencia de fidelidad que se encierra en el matrimonio. Pero esas mismas palabras, ¿no nos invitan también de alguna manera a no introducir una separación y una marginación de esos hermanos y hermanas que sufren las consecuencias de un primer fracaso matrimonial?
JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
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