REFLEXIÓN DEL EVANGELIO DE LA SAGRADA FAMILIA – CICLO C

Lucas 2, 41-52

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia que es, por una parte, el recuerdo festivo, en el ambiente de la Navidad, de la Familia de Nazaret, y por otra, un compromiso cristiano de cara a nuestras propias familias.

Es una ocasión para alabar a Dios porque se nos ha manifestado tan humanamente, recorriendo nuestro mismo camino diario, compartiendo él también y durante la mayor parte de su vida, una sencilla relación familiar. Tan metido en esa relación familiar que la gente se extraña cuando Jesús comienza su predicación: se extrañan porque le consideraban a él y a su familia como uno entre tantos en aquel pequeño pueblo de Nazaret.

Esto mismo nos manifiesta la enseñanza más importante que encontramos en la vida de la familia de Nazaret: aquel que es la Palabra de Dios, el Hijo de Dios, el Mesías del Reino, puede pasar 30 años creciendo, conviviendo, trabajando en el seno de una familia como cualquiera otra. Jesús, que es la revelación del Amor de Dios, crece, convive, trabaja, en la sencilla relación diaria de una familia de aldea.

Esta es para mí la enseñanza de la celebración de hoy. No podemos buscar en la Sagrada Familia un modelo concreto a copiar. Jesús no viviría hoy como vivió entonces, porque las costumbres han cambiado en muchísimos aspectos. Pero hay algo en su ejemplo más importante y profundo: es su valoración de la vida familiar como lugar de amor y de verdad. La Revelación de Dios utiliza constantemente las relaciones familiares -entre esposos, entre padres e hijos- como aquello que hay en la vida humana que es más apto para manifestar lo que es el amor de Dios. La Biblia habla sin cesar de Dios como Padre, como Esposo, y nuestra respuesta a Dios es presentada como la confianza del hijo o la entrega de la esposa.

Y para que estas palabras de la revelación tengan fuerza expresiva es preciso que cada uno de nosotros la haya vivido. Una convivencia familiar basada en el amor no es sólo una condición indispensable para un crecimiento humano adecuado -como constata la psicología actual- sino también una condición para poder descubrir qué significa que Dios es Padre, que nos ama, que espera de nosotros una respuesta de amor.

Cuando Jesús nos habla de Dios como Padre, de la comunión de amor que es la vida cristiana ¿cómo no pensar que en sus palabras resuena la experiencia humana que él ha tenido en su propia familia, de José, de María, de la comunión que existía en la casa de Nazaret? Pero la convivencia familiar -hoy como ayer- no se nutre sólo de amor. A menudo olvidamos que como toda relación humana ha de estar basada también en la verdad. Es decir, en la aceptación y valoración del papel de cada miembro de la familia, en todas las circunstancias, en todas las edades. El amor no puede ser ciego; debe ser lúcido, comprensivo, valorativo. Muchas veces los problemas de nuestras familias no son de falta de amor, sino de falta de verdad. No se acepta la verdad -la realidad- de cada uno, de los demás, y entonces el amor se hace opresivo, celoso, duro.

Uno de los ejemplos perennes de la familia de Nazaret es que cada persona ocupaba su lugar, fiel a su verdad y respetando la verdad de los otros. Quizás no sin conflictos -el evangelio del ciclo C refleja uno de estos conflictos, de malentendidos entre Jesús y sus padres- pero el amor que busca la verdad sabe convertir los conflictos, a menudo inevitables, en una ocasión de progreso en el camino de la convivencia.

Nuestra reunión eucarística es también una reunión familiar, de la familia cristiana. El Hijo de Dios -que se hizo hermano nuestro, haciéndose hijo de una familia humana- se hace presente en su Palabra y en su Cuerpo, para fortalecer los lazos de esta familia cristiana.

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