REFLEXIÓN DEL EVANGELIO – MIÉRCOLES DE CENIZA – CICLO A

Mateo 6, 1-6. 16-18

Iniciamos el camino de la cuaresma. Este se abre con las palabras del profeta Joel, que
indican la dirección a seguir. Hay una invitación que nace del corazón de Dios, que con los
brazos abiertos y los ojos llenos de nostalgia nos suplica: «Vuélvanse a mí de todo
corazón» (Jl 2,12). Vuélvanse a mí. La cuaresma es un viaje de regreso a Dios. Cuántas veces,
ocupados o indiferentes, le hemos dicho: “Señor, volveré a Ti después, espera… Hoy no
puedo, pero mañana empezaré a rezar y a hacer algo por los demás”. Y así un día después
de otro. Ahora Dios llama a nuestro corazón. En la vida tendremos siempre cosas que
hacer y tendremos excusas para dar, pero, hermanos y hermanas, hoy es el tiempo de
regresar a Dios.
Vuélvanse a mí, dice, con todo el corazón. La cuaresma es un viaje que implica toda nuestra
vida, todo lo que somos. Es el tiempo para verificar las sendas que estamos recorriendo,
para volver a encontrar el camino de regreso a casa, para redescubrir el vínculo
fundamental con Dios, del que depende todo. La cuaresma no es hacer un ramillete
espiritual, es discernir hacia dónde está orientado el corazón. Este es el centro de la
cuaresma: ¿Hacia dónde está orientado mi corazón? Preguntémonos: ¿Hacia dónde me
lleva el navegador de mi vida, hacia Dios o hacia mi yo? ¿Vivo para agradar al Señor, o para
ser visto, alabado, preferido, puesto en el primer lugar y así sucesivamente? ¿Tengo un
corazón “bailarín”, que da un paso hacia adelante y uno hacia atrás, ama un poco al Señor y
un poco al mundo, o un corazón firme en Dios? ¿cómo orientarnos a Dios?
Pero nuestro viaje de regreso a Dios es posible sólo porque antes se produjo su viaje de ida
hacia nosotros. De otro modo no habría sido posible. Nos ha precedido, ha venido a
nuestro encuentro. Por nosotros descendió más abajo de cuanto podíamos imaginar: se
hizo pecado, se hizo muerte. Es cuanto nos ha recordado san Pablo: «A quien no cometió
pecado, Dios lo asemejó al pecado por nosotros» (2 Co 5,21). Para no dejarnos solos y
acompañarnos en el camino descendió hasta nuestro pecado y nuestra muerte. Nuestro
viaje, entonces, consiste en dejarnos tomar de la mano. El Padre que nos llama a volver es
Aquel que sale de casa para venir a buscarnos; el Señor que nos cura es Aquel que se dejó
herir en la cruz; el Espíritu que nos hace cambiar de vida es Aquel que sopla con fuerza y
dulzura sobre nuestro barro.
He aquí, entonces, la súplica del Apóstol: «Déjense reconciliar con Dios» (v. 20). Déjense
reconciliar: el camino no se basa en nuestras fuerzas; nadie puede reconciliarse con Dios
por sus propias fuerzas, no se puede. La conversión del corazón, con los gestos y las obras
que la expresan, sólo es posible si parte del primado de la acción de Dios. Lo que nos hace
volver a Él no es presumir de nuestras capacidades y nuestros méritos, sino acoger su
gracia. Nos salva la gracia, la salvación es pura gratuidad. Jesús nos lo ha dicho claramente
en el Evangelio: lo que nos hace justos no es la justicia que practicamos ante los hombres,
sino la relación sincera con el Padre. El comienzo del regreso a Dios es reconocernos
necesitados de Él, necesitados de misericordia, necesitados de su gracia. Este es el camino
justo, el camino de la humildad. ¿Yo me siento necesitado o me siento autosuficiente?
Hoy bajamos la cabeza para recibir las cenizas. Cuando acabe la cuaresma nos
inclinaremos aún más para lavar los pies de los hermanos. La cuaresma es un abajamiento
humilde en nuestro interior y hacia los demás. Es entender que la salvación no es una
escalada hacia la gloria, sino un abajamiento por amor. Es hacerse pequeños. En este
camino, para no perder la dirección, pongámonos ante la cruz de Jesús: es la cátedra
silenciosa de Dios. Dios nos espera con su misericordia infinita. Porque allí, donde somos
más vulnerables, donde más nos avergonzamos, Él viene a nuestro encuentro. Y ahora que
ha venido a nuestro encuentro, nos invita a regresar a Él, para volver a encontrar la alegría
de ser amados.

Papa Francisco

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